Tratar de manejar nuestras actividades sin asignar prioridades, simplemente queriéndolo hacer todo, es una gran receta para el fracaso. Todas las cosas no tienen la misma importancia, y la consecuencia más clara de no priorizar adecuadamente se refleja en un pobre rendimiento general y una incapacidad para tomar decisiones que limita nuestra habilidad de hacer.
La toma de decisión es un proceso complejo que pone en juego nuestra valoración de las cosas. Siempre elegimos entre diferentes alternativas. A veces es fácil pero la mayoría de las veces no lo es. Asumir que todo tiene la misma importancia es como decir que todo nos da igual, y esto sencillamente no es cierto. No lo fue nunca y nunca lo será.
El pedido de un cliente que nos da de comer a diario no puede tener la misma importancia que el de uno que apenas nos deja migajas. La solicitud de ayuda de un desconocido no vale para nosotros lo mismo que la de un ser querido.
Desde ya que lo cortés no quita lo valiente, y debemos ser educados y cuidadosos en la forma en que manejamos nuestro asignación de prioridades, pero es perfectamente legítimo que pongamos nuestros valores sobre la mesa a la hora de tomar decisiones. Los demás hacen lo mismo, y reconocerán y respetarán de inmediato a quien lo hace con integridad.
Para hacer más complicado el tema, el valor no es una cosa estática y válida para todos por la sencilla razón de que es “subjetivo” por naturaleza. Por eso nadie puede dar una lista con pesos o valores predefinidos y universales asignados a las diferentes tareas. Las prioridades cambian de persona a persona, porque las valoraciones son diferentes para cada individuo, de la misma manera que es diferente su experiencia previa y diferente es la coyuntura con la que debe lidiar en ese momento.
La “subjetividad del valor”, un concepto de la economía que define la esencia del proceso de mercado y de su consecuente estructura de precios, es un elemento indispensable para entender nuestro accionar como individuos.
Actuamos para cambiar un estado de cosas que no nos satisface por otro que sí lo haga. Y lo hacemos con arreglo a nuestra escala de valores.
“[…] El juicio de valor no se mide, se limita a ordenar en escala gradual; antepone unas cosas a otras. El valor no se expresa mediante peso ni medida, sino que se formula a través de un orden de preferencias y secuencias. En el mundo del valor sólo son aplicables los números ordinales; nunca los cardinales. […] La diferencia valorativa entre dos situaciones determinadas es puramente psíquica y personal. No cabe trasladarla al exterior. Sólo el propio interesado puede apreciarla y ni siquiera él sabe concretamente describirla a otros[…][i]”
Así podemos ver que nuestra asignación de prioridades es un proceso dinámico que reflejará nuestra valoración de los hechos con cada decisión que tomemos. Con cada acción pondremos de manifiesto lo que preferimos, porque lo que no hacemos es el costo que pagamos por nuestra elección.
Cuando no priorizamos, reflejamos en nuestro accionar una escala de valores ajena. Es precisamente allí cuando damos el control a terceros y nos convertimos en marionetas sin rumbo propio.
Lo que nosotros buscamos es alcanzar nuestra visión, aquello que anhelamos. Esta debe ser coherente con nuestra misión y las metas que nos proponemos lograr en consecuencia. Nuestros valores se reflejan allí y estos permearán a nuestra asignación de prioridades.
Debemos priorizar todo el tiempo, no sólo cuando estamos contra una pared. Es fundamental acostumbrarnos a tomar decisiones una y otra vez, pagando los costos que ellas conllevan y aprendiendo de nuestros errores en un proceso de mejora continua que nos llevará de a poco a encontrar el camino hacia nuestros más anhelados objetivos.
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